domingo, 18 de octubre de 2009

Eran las doce del medio día de un caluroso mes de julio. Llegó hasta el muelle en un autobús de las líneas urbanas. Tras las obligadas formalidades al llegar a bordo pasó al interior del barco. La tripulación, unos sesenta y cinco hombres, entre ellos Manso y Alba, compañeros de camarote. En los rostros de los pasajeros podía verse el terror.

Mientras observaba las miradas desesperanzadas de algunos de los viajeros pensaba que aún había gente que tenía las travesías como un peligro. Él era la primera vez que lo hacía y nada temía, es más, llegó animado. En unas de las cubiertas estaban reunidos los que habían llegado antes que él.

Comenzó el viaje y fue conociendo el régimen de a bordo: siesta y silencio de 13:30 a 16.00 h.. Paseo sobre cubierta hasta las 18:00. Cena a las 19:00 h., silencio a las 22:00 h., pero antes formaban para el recuento. Listas y formaciones era lo único que podía molestarle de aquel absurdo régimen por lo estúpido y vejatorio. Su primer día concluyó apaciblemente, aunque con cierta intranquilidad, en su camarote número dos con la compañía de Alba el buenazo y Manso. Con el transcurso de los días fue conociendo al resto de los pasajeros. Sabía que todos propenderían al desaliento así que tomó desde el primer momento la resolución de mantenerlos en un sano optimismo. El objetivo inmediato era cuidar de su fortaleza. Examinó detenidamente a los tripulantes sin borrar de su rostro esa mirada hermética que le hacía parecer inaccesible y reservado. El Chirri llamó su atención desde el primer momento. Mozo fornido, de cuello robusto y anchos hombros, tatuado en brazos y pecho, de cara achatada pero ni mucho menos repulsiva. Hombre de un dinamismo extraordinario e incapaz de permanecer ocioso; cuando hubo poco trabajo a bordo cultivó un jardín que regaba y cuidaba con gran esmero y delicadeza.

Los días pasaban y con ellos llegaban noticias del exterior del barco que llenaban de falsas esperanzas su viaje y su corazón. Esperanzas de liberación en una gran nave cuya alta proa se enfilaba constantemente hacia oriente, punto cardinal de los amaneceres y las ilusiones, pero que no obstante llevaba un rumbo ignorado pues no seguía su ruta brújula conocida ni la rosa de los vientos. Este rumbo ignoto y su liberación serían su destino y el de sus compañeros y con él llegaría el término de su viaje. Entre tanto, la esperanza y el desaliento corrían parejos en el vislumbrar de su meta incierta. El barco seguía llenándose de nuevos pasajeros y con ellos nuevas preguntas sin respuesta, ¿qué puertos ocultos tomaba el barco para cogerlos?, ¿eran náufragos que recogían de una tempestad?


Llegó el día en el que se celebraba el santo de su queridísima esposa Anita. Fecha que aquel año había puesto entre los dos el inesperado valladar de los muros de una cárcel, que a su fantasía se antojaban barco navegante, como a Don Quijote se le antojaban castillos señoriales las ventas manchegas o enormes gigantes los molinos de viento. Con unas florecillas que crecían en la cubierta de popa y una flor, más hermosa que las otras, regada con sudor de presidiario, hizo un sencillo ramo que regaló a su esposa. Recibió un obsequio estimabilísimo de un buen amigo – bueno por inteligente, como son los buenos de verdad -, que envió como regalo a sus hijos Alberto, Manuel y Lola, que tanto ansiaban el final de un viaje que aún no lograban entender por lo injusto e inesperado.


Aquel 26 de julio fue un clarísimo y luminoso día. Mientras pensaba en su esposa e hijos se preguntaba cómo era posible que bajo aquel cielo de Castilla, azul y brillante como la cara de dios, cometieran los hombres, aguzados por bajos instintos y pasiones mezquinas, las enormidades que estaban ocurriendo. ¿Qué calor pueden dar los sables, bayonetas y espuelas? Nuevos pasajeros, que iban llenando cada vez con más rapidez los camarotes del barco, conmovían a todos los allí presentes con relatos de horrendos asesinatos que indicaban la ruindad de las almas humanas. Él, absorto en las imágenes descritas por aquellos que se unían al viaje, cada vez menos lleno de esperanzas y con un rumbo más claro y aterrador, alzaba los ojos preguntándose por qué no inspiraría ese cielo, tan puro y hermoso, ideales de mayor amplitud a los hombres.

Ya no había nada que hacer a bordo de aquel barco. Nada que hacer sino pensar, leer, soñar; vivir solamente para uno. ¿Qué más podía desear? Mientras en el mundo engañador, odios, combates, sangre; allí paz, hermandad y una franca alegría juvenil nada fingida.

El viaje tuvo su fin a los pocos días en un puerto salmantino. Irrumpieron en su camarote tres de los cuatro hombres que días atrás le habían embarcado, despojándole de su libertad, en aquella nave. Si más explicaciones le subieron a uno de los botes amarrado a estribor. Manso y Alba, con sabido horror de lo que le ocurriría, le despidieron con una mirada desde cubierta, mirada desesperanzada ya que su final, como el de muchos pasajeros, sería el mismo.

Una vez en puerto, subió a un coche conducido por un hombre que le dirigió una mirada de compasión que atravesó su alma. Una mirada que le resultó extrañamente familiar. Una mirada propia de aquellos hombres que en aquella época habían llenado de cobardía y traición sus ideales. Recordó a su buen amigo Miguel y ese fue el último pensamiento para con él que más tarde se tornó en melancolía de pasillos de Universidad.

El silencio les acompañó durante todo el viaje.

Una carretera. Le bajaron del coche y le pidieron que caminara. El conductor le retiró la mirada y agachó la cabeza. El sol se ocultaba tras los inmensos campos de Castilla; anduvo hacia él sin dar la cara a sus acompañantes y mostrando el rostro, con valentía, hacia la injusticia y la inmoralidad del que despoja a un alma de su cuerpo, mientras recordaba los versos de aquel poeta, el que fuera su compañero y confidente. Adiós, Salamana, mi Salamanca.


El eco de su sangre permaneció en España durante largos años.


a Casto Prieto

1 comentario:

Ana dijo...

tus hijos, nietos y bisnietos no te olvidan