martes, 15 de marzo de 2011

SIN ADITIVOS

Pues ocurren estas cosas, inesperadas, dolorosas, y uno cambia y se moldea como las rocas de un acantilado de esos que tanto me gusta recorrer sintiendo el salitre, oliendo a mar. Y suceden para que nos ratifiquemos, para que aprendamos a desprendernos de tanto que no nos sirve, para acercarnos a la verdad de la impermanencia que tan mal nos han enseñado a conocer, tan mal nos han enseñado a asumir cuando es imperdonable. Y suceden y el silencio y el miedo te envuelven y es entonces cuando debes saber buscarte y dejarte moldear por ese artista desconocido que no eres más que tú mismo. Y das un paso más y aprendes mil menos y abres la mano a lo que te llega y la cierras al apego absurdo de todo lo que te rodea. Por eso me gustan las mudanzas: siempre te dejan desprenderte, dolorosamente, de todo lo que debe impermanecer en tu vida para que te acerques sin saberlo (porque es así como se consigue) a ser feliz. Existe. Y entonces es cuando metes en una caja todo lo necesario para salir, si es que te toca salir o simplemente te apetece. Y aprendes a reducir esa caja hasta que entra un alfiler, hasta que dos te hagan elegir cuál llevarte. Por eso me gusta que mi maleta pese menos de ocho kilos y te quedes con la boca abierta al levantarla del mostrador de facturación. Ja. Y es cuando ocurren estas cosas, inesperadas, dolorosas e imperdonablemente impermanentes, cuando aprendes a distinguir quién es cada cual y hasta donde están o no contaminados los que nos rodean. Así es la impermanencia de la vida y la permanencia del espíritu del que desea conocerse y no se olvida: sin aditivos

                                                                              E.P