Cada segundo contó desde el primer minuto que viví a su lado. El tiempo no se detuvo y mi delicada memoria empezó a sellarse en sus palabras: una tras otra, vaivén de tic tacs con extrañas armonías que se remontaban a silencios y besos en un péndulo de caricias. Sentí miedo de sus segundos y decidí abandonar los días a su lado. Todo se detuvo y olvidé que el tiempo no puede contarse en tan poco espacio. Silencio.
Minutos llenos de lágrimas e impotencia y el teléfono sonó por última vez: Soy yo. ¡Era él!. El gris de sus recuerdos pulsó la tecla equivocada, o no.
Ahora, cuando el tiempo ha vuelto a sucederse en mi día a día, sé que una corta llamada sin respuesta es el mejor silencio.
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