jueves, 4 de marzo de 2010

VIVIR PARA CONTARLA

Aquí os dejo la experiencia que a la prieto grande, por desgracia, le ha tocado vivir. Me quedo con algunas reflexiones que mi hermana hace desde esta terrible situación que una vez más se ha dado al otro lado y que tiene que afectarnos a todos como les ha afectado a los que dejan toda una vida entre pedazos de lo material.

Espero que os haga llegar hasta ese lado:

"Quiero decir antes que nada que estamos todos bien. Tanto yo como las casi 70 personas, todas ellas ponentes y organizadores de CILELIJ, autores, ilustradores, catedráticos y expertos en literatura infantil y juvenil, chilenos, argentinos, brasileños, mexicanos, peruanos, guatemaltecos, venezolanos, ecuatorianos, colombianos, costarricenses, puertorriqueños, dominicanos y españoles, que nos alojamos en el Hotel Plaza San Francisco, en pleno de centro de Santiago de Chile.


Nos tocó el pinche terremoto, no más.

A las 3.40 aproximadamente de la madrugada del sábado 27 de febrero, todo empezó a moverse. Estaba dormida, como un tronco, pues me había acostado tarde, llevábamos cuatro días en Chile, tres de intensas jornadas de trabajo, y el cansancio ya se hacía notar. Al principio, aún acostada, no sabía muy bien qué ocurría. Mi mente saltó como un rayo y una voz en mi interior dijo algo así como “Carajo, no puede ser”,
pero mi cuerpo fue arrastrado detrás de la voz, fuera de la cama, encendí la luz al tiempo que me levantaba y me di cuenta de que sí, realmente estaba ocurriendo. Todo se movía a mi alrededor y mi corazón empezó a latir a mil por hora al tiempo que mis piernas, que no mi cabeza, me llevaban directa, descalza, desprotegida, al peor sitio al que podía dirigirme: la terraza de mi habitación del hotel, la 506.


Abrí la puerta, una enorme cristalera que podía haber cedido y haberme caído encima con consecuencias desastrosas, en mitad del temblor, enorme, descomunal, terrorífico, que no paraba, a pesar de que ya me había dado tiempo a llevar a cabo todo este recorrido.

Una vez fuera, miré a mi alrededor entre aterrorizada e incrédula. No, a mí no. Ahora no. Esto no puede estar pasando… pero sí, allá afuera todo temblaba también, se escuchaba un ruido estremecedor, no muy fuerte, pero aterrador. De objetos moviéndose, del edificio moviéndose, del mundo moviéndose como si todo fuera a derrumbarse a mi alrededor. Fueron unos segundos, pero pude sentir todo el poder destructor de la tierra, con un sentimiento de impotencia infinita y casi un adiós en la mente.

No sé si recé, supliqué, o simplemente me quedé paralizada, pero pedí de algún modo que aquello terminara, YA, como fuera… y ocurrió. De repente, el silencio, solo oía el jadeo seco de mi garganta y el latido atronador de mi corazón. Algunas columnas de humo se percibían en el horizonte, fruto del estallido de algunas de las farolas de la calle. Me di la vuelta y entré de nuevo en la habitación, vi el mueble bar abierto con algunas botellas esparcidas por el suelo… y nada más. Por suerte mi habitación no había sufrido más destrozos, al menos visibles, pues más tarde pude comprobar como todas las losas de la pared del baño se habían derrumbado sobre la bañera.

En ese momento me asomé al pasillo y grite algo así como “Hola, hay alguien? Qué ha pasado?” aún incrédula de la magnitud de lo que acababa de ocurrir. Entonces escuché cómo la gente salía de sus habitaciones y entendí que había que salir de allí cuanto antes, pero aún así entre en la habitación, me vestí. Solo llevaba una camiseta de dormir, y mi ropa interior, así que me puse, todo lo rápido que pude, un pantalón, cogí mi bolso, mis teléfonos móviles, los dos, e incluso saqué la llave de la habitación de su ranura al lado de la puerta y cerré al salir, con total normalidad. Ya en la escalera, me di cuenta de que todos los que salían lo hacían, aunque con bastante orden y en relativa calma, con expresiones que oscilaban entre el miedo, el estupor, y la incredulidad en sus rostros.

Todos acabamos en el exterior del hotel, compartiendo lo ocurrido, durante horas, algunos simplemente en ropa interior o pijama, pues salieron corriendo escaleras abajo nada más sentir los primeros embates, descalzos, o con cualquier cosa que pudieron agarrar en plena escapada. Otros, los menos, vestidos de forma impecable, como recién salidos de la oficina a las tres de la tarde.

Aquello había terminado, y de forma satisfactoria, al menos para nosotros, ya que en seguida el personal del hotel, valiente, impecable, empezó a recorrer las habitaciones y comprobar que nadie había sufrido daños. Hubo quien siguió durmiendo después del temblor, tan felices en su ignorancia de qué era aquello que les había despertado por unos instantes. O simplemente pensando que este es un país sísmico, que estas cosas ocurren, y no hay que alarmarse, sin medir la magnitud del suceso.

Los de fuera no pudimos pegar ojo, ni entrar siquiera en el lobby del hotel, hasta que amaneció, ya que todos seguíamos teniendo en la mente la imagen de edificios derribados, personas sepultadas… horror, al fin. Incluso el repertorio de reacciones varias y extrañas, el nerviosismo y cierto desconocimiento, nos llevaron a hacer chistes sobre lo ocurrido, buscando el lado anecdótico, extravagante, que quitara peso al pánico, y nos hiciera reír y charlar y animarnos unos a otros. Se hicieron fotos, se compartieron experiencias, reacciones, impresiones, conocimientos varios y variados de qué hay que hacer y no hacer en este tipo de situaciones, llamadas a familiares, informaciones diversas de fuentes variopintas y todo tipo de especulaciones sobre lo ocurrido, el dónde, el cómo, el qué, el cuándo…

Todo lo que quedaba de ese largo sábado de febrero, caluroso aún, finales del verano chileno, fue una mezcla de caos y calma tensa, en el que afloraron los caracteres y virtudes de cada cual, en general el sentimiento de solidaridad, ayuda, y toma de posiciones ante lo ocurrido. Desde los pegados minuto a minuto a la CNN, hasta los que siguieron con su vida normal, tal y como estaba planificada, porque no debemos dejar que estas cosas nos paralicen y nos bloqueen. Pasando por un curioso elenco de actitudes tipo organizador nato, psicólogo ocasional, voluntario de ONG, aventurero de reality, periodista sagaz, valiente impasible, incluso dormilón empedernido o trabajador incansable.
Es increíble cómo en los momentos más complicados sale fuera lo mejor, y lo peor, de nosotros mismos. Nos quitamos la máscara, un poco, y nos dejamos ver más allá del “hola cómo estás” nuestro de cada día. En general, la actitud de todo el mundo, entre el shock y la alegría (por haber vivido para contarla), fue serena y contenida. Mezcladas informaciones contradictorias, dificultades para comunicar con familiares y amigos, y una angustia presente y consciente entre todos nosotros, aunque siempre disimulada: el terror a las réplicas, que como neófitos terremotísticos, no sabíamos muy bien, la mayoría, qué significaban y hasta qué punto podían llegar a reproducir la situación vivida, con iguales o peores consecuencias, ya que desconocíamos los daños reales del edifico, los estructurales, y su capacidad de reacción ante nuevas sacudidas.

Un día largísimo en el que la mayoría de nosotros no durmió ni un solo minuto hasta altas horas de la madrugada siguiente, buscando que el agotamiento nos permitiera caer rendidos y que la mente pudiera desconectar un poco de lo ocurrido.

Yo solo puedo decir que subí en dos ocasiones a mi habitación, una al amanecer, para coger algo de abrigo y mi pasaporte, por si acaso. Y la otra por la mañana, en la que intenté tener mi maleta lista con la vana esperanza de que mi vuelo, previsto para la misma tarde del sábado, me sacara de aquel lugar. Pero fui incapaz, porque las manos me temblaban y el corazón se me aceleraba de nuevo nada más entrar en la habitación, lugar de los hechos.

Enseguida decidí que ni loca dormiría esa noche “ahí arriba”, tan lejos del suelo, de la puerta de la calle, del espacio que me permitía no sentirme atrapada como en una ratonera. Así que esa noche, la primera, improvisamos un divertido campamento con colchonetas tiradas por el suelo de un salón del segundo piso del hotel, donde acabamos varias féminas, ya como amigas de toda la vida, y algunos caballeros que se unieron a lo largo de la noche, con discreción y respeto, porque producía bastante paz y relax ver que alguien podía dormir en plan comuna y más o menos plácidamente en aquellos momentos tan delirantes.

A eso de las 6 de la mañana, tras un sueño profundo y edificante, me despertó otro “temblorcito”, que casi ni identifiqué como tal, aunque luego me confirmaron que había sido bastante contundente, y ya no podía conciliar el sueño, así que pensé regresar al lobby para intentar recuperar allí el sueño y terminar de descansar. Al llegar el espectáculo me resultó bastante chocante. Por un lado, los empleados del hotel, despiertos, de pie o paseando. Algunos no habían parado de trabajar en todo el día. Por otro, los clientes del hotel, tirados por todos los sillones y rincones, con mantas y almohadas en plan refugiados en polideportivo tras sufrir enorme desgracia (entre los cuales me incluía, por supuesto).

Esta visión me hizo pensar en que somos todos, al fin y al cabo, un poco histéricos, y en lo extraño que es el mundo. Nosotros estamos bien, en un buen hotel, con todas las comodidades, al que ni tan siquiera se le fue la luz ni el agua, preocupadísimos por nuestra falta de conexión a Internet, el mal funcionamiento de nuestros celulares, y el cierre del aeropuerto que nos impide regresar a nuestros cómodos y mucho menos “movidos” hogares. Y los empleados del hotel, chilenos todos, son los que realmente están viviendo la tragedia. Su país es el atacado, el castigado, el destruido. Sus familiares y amigos los que pueden haber perecido en el sur, en Concepción y alrededores, en el epicentro de la devastación. Es difícil juzgar a los atacados por una experiencia traumática como esta (nosotros), pero es doloroso presenciar y vivir cómo aquellos otros, que también la sufrieron, no les quede otra que seguir adelante y encima preocuparse por el bienestar de un puñado de señores y señoras que no conocen de nada. C’est la vie.

Poco a poco ha ido volviendo la normalidad, entre temblor y temblor, seguimos con algunas risas, y la prioridad de organizar la salida de todos los que nos acompañan, de tantos países, y la nuestra también. Mañana, martes, parece que ya sabremos algo con mayor seguridad (hasta hoy las noticias cambiaban continuamente) porque o bien salimos del país en autobús, por Argentina, en un largo viaje cruzando la cordillera de los Andes hasta una ciudad llamad Mendoza, a casi 1.000 km de Buenos Aires, de la que saldríamos en avión a la capital, y de allí a Madrid, o bien seamos “admitidos” en un avión de la embajada española, que sale mañana a Madrid con diferentes autoridades.

Me voy a dormir porque mañana será un nuevo día largo y caluroso, y parece que bastante “movidito”.

He necesitado unos días para poder escribir esto. Estoy bien. Besos a todos
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Ana

1 comentario:

Trinity dijo...

Uuuuf! De las gracias a tu hermana!! Es una gran experiencia de humanidad y de sentir el límite y la VIDA, yo lo haría más público para que al menos... nos concienciemos...
Con todo... cuidadla... y que se cuide!! Y tb... a vivir con más intensidad si cabe cada pequeña cosita..., que aunque parezca tópico ¡nunca se sabe Elena! nunca se sabe...; la vida es AHORA.
Gracias a las dos!!